Excilia Saldaña

Un relato de la inolvidable maestra de la narrativa cubana, Excilia Saldaña, Ibaé Bayén t’Órún
Excilia Saldaña
(La Habana, 1999
ÓBBA
¡Qué linda era la muchacha! ¡Qué linda y qué negra era! Negro el pelo, la piel, los ojos, las pestañas, las cejas.
Un día – nueve lunas y tres millones de estrellas antes de su nacimiento – su madre y su padre soñaron que atesoraban azabaches y ébanos, cristales de sal y madreperlas.
– Quiero tener una hija tan negra como estas gemas, tan negra y preciosa como esta madera; que sus ojos refuljan como cristales, que sus dientes resplandezcan como perlas – dijo la madre sin querer salir del sueño, y desde el mismo sueño le contestó su pareja:
– Pues lo que tú quieras yo lo quiero; tus deseos son órdenes, mi reina.
Y siguieron soñándola juntos durante una larga noche, juntas, muy juntas, ambas cabezas.
Así fue hecha Óbba: de un solo sueño, un solo deseo y una sola promesa. Así la esperaron. Así llegó a aquel mundo joven e inexperto. Así nació la muchacha más bella de la que exista recuerdo.
¡Qué linda era la muchacha! ¡Qué linda y qué curiosa era!
Cuando empezó a encapullar se sentaba delante del viejo Orula para que él le dijera las historias secretas, le leyera el futuro y le hablara de la sabana que había del otro lado de las palmeras.
– Dadá, ¿voy a casarme? ¿Voy a viajar? ¿Voy a ser bella?
Y el viejo, tirando su ekuelé, decía:
– Espera, espera, nadie será más bella. Nada temas. Espera, no te quedarás soltera... y mira si vas a viajar, que te conocerán los peces del mar y los pájaros de la sierra. Espera, espera.
Luego se quedaba muy serio y repetía:
– Lo que Olofi escribe de noche, no lo borra el hombre de día.
Y se olvidaba de la muchacha, aunque mentira parezca, para leer sus libretas o preparar el omiero que refresca.
¡Qué linda era la muchacha! ¡Qué linda y qué armoniosa era! Brazos de liana, piernas de briznas de hierba, talle de abeja, caderas inmensas.
Quien la veía ir por la tierra pensaba en una pantera: negra la piel, el paso de fiera; pero quien la miraba avanzar por el aire sabía que había visto un quiscal, el pequeño totí, el ave de plumas negras.
¿Y qué decir de su nariz, ancha como ninguna para oler el aroma que todo lo avienta? ¿Y qué, de sus orejas pequeñas? Y como si fuera poco, el pelo: lana para los ojos, techo fuerte para sol y tormenta.
¡Qué linda era la muchacha! ¿Qué linda y qué buena cocinera! Nadie mejor sazonaba las habichuelas, la malanga amarilla, la yuca, el ñame, la gallina de guinea: pimienta, ají, sal, orégano y para la cazuela. El amalá era su especialidad: harina con quimbombó, manteca de corojo y carne fresca.
¡Qué linda era la muchacha! ¡Qué linda y qué regia era! La heredera de un trono. Sería reina. Corona para su cabeza. Respeto para su realeza..., por lo menos eso decía el viejo rey, y nosotros no tenemos ningún motivo para dudar de su certeza.
Los tallistas hicieron su imagen, también la hicieron los alfareros. Los poetas cantaron su belleza y maldijeron su suerte los ciegos. Se hizo tan famosa, ¡tan famosa era!, que de cien pueblos a la redonda llegaban los pretendientes para pedirla a su padre por mujer principal y compañera.
– No hay hombre digno de ti – decía airado –, no hay quien merezca tu belleza. Que se vuelvan por donde han venido, que yo busco rey para mi pequeña reina.
Y la muchacha tan linda y tan bella seguía casadera.
... Pero “el mar no se puede detener con los brazos”, ni hacer que el coco calle su lengua; y un día llegó frente al rey un vistoso guerrero. Parecía un chorro de sangre sobre una blanca tela, o el sol que acuclilla las nubes o el mismo cielo que se hubiera vuelto hoguera. Rojo el traje, el pecho afuera; con una mano agarraba el blanco caballo, con la otra se mesaba la cabellera. Era Insancio, Siete Rayos, Changó de Oyó, Lubbeo: negro lindo como la noche, alardoso, hablador, fiestero. Señor del Relámpago. Dueño de la Tormenta. Rey del Trueno.
– Detrás de mí vienen mil soldados con mil bateas y mil fuegos: se encenderá la noche y no habrá quien pueda detenernos – dijo, y agregó mientras se hacía un gran silencio –: Soy Obbalube, nací para ser eso: “Obbalube”, que todos saben bien que quiere decir “Changó rey”, “marido de Obba”. Y tu hija es Obba... y yo me la llevo.
¡Qué linda era la muchacha! ¡Qué linda y qué penosa era! ¡Cómo no tener vergüenza, cómo no “tiritar” como una estrella si era su última noche de ser doncella! Changó entró en el camino de Obba... y Obba fue dos veces reina.
Después, lo que correspondía, lo que pide el amor, que no es otra cosa que ver salir el día.
¡Qué linda era la muchacha! ¡Qué linda y qué feliz era! Sobre todo si lo veía llegar sudoroso y sucio de andar de aquí para allá, de allá para el otro lado, en los trajines de la guerra. Entonces sí que había fiesta: él la cargaba como a una niña pequeña y, con miedo de quemarla, le rozaba al oído su alegría de amor y de entrega.
– Todas las batallas de mi vida se pierden entre tus manos; en un susurro se convierte mi grito de guerra. Obba, ni en la loma, ni en el mar, ni en el monte, ni en la arena, hay alguien como tú. Eres la mujer más bella.
¡Qué linda era la muchacha! ¡Qué linda y qué diligente era! En el castillo de Changó siempre había faena: tener bien tapadas las botellas para que la muerte no se escondiera, llenar las calabazas de agua, barrer y encenizar la tierra, desempolvar los tambores, tejer las esteras... y sobre todo, bien caliente y bien humeante, la harina con carnero en la mesa.
Para una mujer enamorada, ayudar a su hombre no molesta, y, claro, Obba amaba a Changó como han amado siempre las muchachas, desde antes hasta la fecha.
Pero el tiempo tiene siete bocas y donde no se siembra no se cosecha.
Tanta lucha y tanta espada y tanta guerra espantaron la caza, mermaron las reservas. ¡Ay, la guerra! ¡Ay, la guerra! Llegó el momento en que no había carnero para la cena.
– ¿Cómo le calmaré el hambre? ¿Qué hago para la cena? ¿Con qué pongo a bailar Harina, Quimbombó y Caldera?
¡Qué linda era la muchacha! ¡Qué linda y qué fiel era! Con el hacha de su hombre se cortó las conchas de su cabeza. Del resto se encargaron Aliño, Olla y Candela.
Cuando Obbalube regresó no notó nada extraño, a no ser cierta tristeza en los ojos de Obba, a no ser cierta ave agorera. Pero ya sabemos que Changó era de los que miran la vida sin asomo de extrañeza.
Aquel día comió como nunca. Y como nunca la ternura le pedía dormir con su mujer la siesta.
– Oye, Obba – le dijo –, estira bien la estera – y agregó con un murmullo que era blando y plañidero: ¡Quítate ese pañuelo que te cubre la cabeza!, ¡quiero verte las orejas! ¡No quiero bandera de trapo para tu pelo! ¡quiero verte las orejas! ¡Ponte zarcillos de cuentas! ¡quiero verte las orejas! ¡Déjame pasear mi amor como el primer día: de mi boca a tu oreja!
– Yo oigo y obedezco – contestó ella – y te obedecería hasta si no te oyera, que tus deseos están grabados en mi pecho, que soy como una campana y tú me repiqueteas..., pero júrame que me querrías igual, aunque yo no tuviera ni pelo, ni orejas; aunque me faltara un ojo y la nariz se me cayera; aunque me convirtiera de pronto, en una mujer fea; aunque me señalara la burla de todo el caserío; aunque huyera de mí aullando mi sombra; aunque mi madre no me reconociera. Júrame, Changó, que nunca renegarás de este cuerpo que te alimenta.
¿Qué pasó? ¿Qué pasó con la muchacha aquella? Las cosas no fueron como debieron ser, como aún quisiéramos que fueran. Los cuchillos atravesaron las paredes: la maldad pudo más que las piedras. El castillo se llenó de voces: Resquemor y Envidia hicieron una madeja.
– La castigó Olofi.
– Por algo será que no tiene orejas.
... Y Amor que oye otras voces se hace sordo al sufrimiento. Amor que cifra su fuerza en lo que otros ven es amor débil y ciego. Amor que vive del “qué dirán” es amor tonto y hueco. Amor que no sabe enfrentarse al odio no es amor... es solo viento.
Dicen que Changó ahora vive con otra mujer, allá lejos.
Pobre anda el Fuego si dejó su hora de aprender del amor ala y duelo.
Después de aquello, Obba estuvo llorando nueve lunas y tres millones de estrellas, y volvió a convertirse en un sueño, un sueño que clama, aún en días de tormenta: “Ten cuidado, Obbalube”. Un sueño de agua que corre por el monte, un río de amor que nadie puede detenerlo, al que van las muchachas abandonadas para ahogar en su corriente los malos recuerdos. Solo los malos recuerdos...

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